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邱先觉主教
MONS. ORAZIO FERRUCCIO CEOL

En memoria de
Mons. Orazio Ferruccio Ceol, ofm
Obispo Emérito de Kichow
(Hupeh, China) y fundador del
Colegio Peruano Chino Juan XXIII
26-VII-1911 * 23-VI-1990

Recordamos al Fundador y Padre del Colegio reproduciendo aquí un escrito que -con ocasión de su santa muerte- es testimonio de su vida laboriosa y sacrificada al servicio de Dios en bien de los hermanos y de su generosidad de Pastor de las almas (hemos traducido y adaptado un artículo escrito por el R.P. Fortunato Mattivi, ofm, publicado en el Semanario Diocesano de Trento, el 25-VI-1990, en ocasión de la santa muerte de Monseñor).

Su infancia

Hombre activo, tenaz, decidido y generoso. Nacido en el pueblecito de Daiano en el Valle de Fiemme, entre las montañas Dolomitas (los Alpes de Trento-Italia) el 26 de Julio de 1911; recibió de la familia y de la comunidad parroquial, el ejemplo y la fuerza de una fe cristiana que sería duramente probada durante su itinerario misionero en China y Perú. Sus padres, muy pobres de bienes materiales pero ricos en la fe cristiana, le educaron con mucho amor a las virtudes, y se sintieron privilegiados y bendecidos por Dios cuando a los 11 años pidió ingresar al Seminario Menor Franciscano de Trento para cursar allí los estudios secundarios (que no había en su pueblo). Pronto moriría el papá, Marino Ceol, y su mamá, Anna Bozzetta, luchará con fe en la Providencia para criar y educar sola a cuatro hijos. Mientras tanto, el joven Orazio, culminó de forma exitosa sus estudios, luego ingresó al Noviciado Franciscano y, en 1932, emitía sus votos solemnes y perpetuos de pobreza, obediencia y castidad en la Orden Franciscana (Provincia de Trento); tomando el nombre de fray Ferruccio.

Su misión a China

Tenía poco más de 22 años y medio cuando fue consagrado Sacerdote y pudo celebrar su primera Santa Misa en la pequeña y hermosa iglesia de su pueblo natal, habiendo completado sus estudios en Trento y en Roma (Universidad Antoniana). Ya la mamá y los hermanos sabían de su propósito de ir misionero a China, en donde trabajaban otros Frailes de Trento. Tres meses después de su ordenación sacerdotal, el p. Ferruccio toma el barco hacia China (1934). Una vez llegado, inicia los estudios del idioma chino. Muy pronto el territorio de la diócesis de Kichow (Hupeh) se convierte en tierra de guerras sin fin: grupos guerrilleros enfrentan en guerra civil a los soldados del Gobierno y los campesinos y la gente de los pueblos sufren todo tipo de presiones e injusticias. P. Ferruccio, que vive con ellos, es buscado, pero se esconde y escapa; sin embargo, no deja solos a sus cristianos a quienes conforta, ayuda y defiende. Pronto cesará la guerra civil, porque un nuevo enemigo, Japón, está invadiendo y ocupando China.

Su espíritu humanitario

Frente a los innumerables peligros, el Obispo llama a p. Ferruccio de su misión lejana a la ciudad, Kichow. Asimismo, fueron muchas las personas que huyeron de los invasores; los heridos y los enfermos que llegaban a la iglesia en busca de ayuda fueron miles. «No podemos dejarlos morir así» dijo p. Ferruccio. Entonces, decide abrir una posta médica que pronto se convertirá en un hospital, donde él con otro franciscano serían los primeros médicos, enfermeros, consejeros y evangelizadores. Su obra humanitaria es reconocida por todos, respetan el pequeño hospital y la iglesia y todos (la gente, los soldados japoneses, los soldados chinos, los escondidos de noche) acuden a él con el fin de ser atendidos.

Su consagración

En 1945 termina la segunda guerra mundial con la derrota de Japón y su retiro; pero, muy pronto, reinicia la guerra civil entre comunistas y nacionalistas. El 28 de junio de 1948 llega la noticia que el Papa lo nombró Obispo de Kichow, ya consagrado tomó posesión de su diócesis el 3 de octubre de 1948. Tenía 37 años y era el obispo más joven del mundo católico.

En el poco tiempo de paz, después de la II guerra mundial, el trabajo misionero era prometedor, y la iglesia florecía. Y aunque hubo momentos difíciles y dolorosos, que fueron destruyendo todas las expectativas, p. Ferruccio recordó el lema de su escudo de obispo «Per Crucem ad Lucem», «solo se llega a la luz a través de la cruz, el sufrimiento y hasta la muerte por Dios».

Tiempos difíciles

En 1949, ya las fuerzas comunistas habían conquistado todo el poder sobre China, proclamando la República Popular. La política del nuevo gobierno decide la supresión de todas las religiones, inspirándose en el marxismo ateo; así como obliga al retiro a la casi totalidad de extranjeros (que no sean del bloque comunista). Para Mons. Ferruccio se inicia un calvario que durará varios años, mientras que sus católicos (Sacerdotes, Religiosos y Laicos) son dispersados o sufren diferentes condenas. Monseñor primero estuvo bajo custodia, sufrió cárcel y torturas. Muchas veces es visitado por la policía, llevado a la comisaría y objeto de largos interrogatorios. Pero ninguna acusación contra él se sostiene, se revela como un pretexto para hacerle perder el cariño y el respeto del pueblo; las amenazas querían mermar su coraje y su salud. En 1951 sufre un juicio popular y es condenado a muerte. Sin embargo, se quedó un año más, hasta que la pena fue conmutada en expulsión de por vida y el 27 de diciembre de 1952, acompañado por los soldados hasta el puente de Lo Wu (Hong Kong), fue guiado hacia la libertad.

Se cerraba así una etapa de su vida misionera marcada por la Cruz: «La hora del Calvario, amarga y dolorosa, convulsionó todas nuestras expectativas. El sufrimiento, la persecución y el martirio físico y espiritual que tuve que soportar, junto con la preocupación por mi Iglesia de Kichow, en donde quedan sacerdotes, catequistas, cristianos, religiosas y catecúmenos solos, indefensos y sin Pastor, me acompañan en todo momento de mi vida». Repitió constantemente Monseñor.

Nueva Esperanza en Dios

Monseñor retorna a su tierra donde se reencuentra con su anciana madre. Habían pasado 19 años desde que la dejó para seguir su vocación misionera; retorna a ella ya hecho Obispo y con las marcas de la persecución. El cariño de los suyos y los aires puros de sus montañas restablecerán prontamente la salud a Monseñor, aun cuando le queda grabado para siempre el recuerdo de la tragedia vivida y de sus cristianos que han quedado solos en la persecución. «Enfrentada y superada con la ayuda de Dios la durísima prueba de la persecución y de la expulsión de China, el Señor me abrió otro camino para hacer el bien entre los chinos emigrados al Perú».

En 1955 la Santa Sede ofrece a Mons. Ferruccio el encargo de ayudar a los Pastores de la Iglesia del Perú en el cuidado espiritual de los chinos residentes en ese país. Desde mediados del siglo XIX muchos chinos dejaron su patria, sumergida en tantas guerras y dificultades, buscando trabajo y residencia en el Perú. En el siglo XX este éxodo continuó, porque la situación en China lejos de mejorar fue haciéndose más y más difícil.

Al ofrecimiento del Papa, Monseñor responde: «Soy feliz de dedicar lo que queda de mi vida a este querido pueblo que vive tan lejos de su patria». Monseñor reinicia pues su camino misionero dando todas sus fuerzas para la evangelización de la familia china del Perú, dispuesto a toda clase de sacrificios y con un gran espíritu de fe y oración. Pronto descubre la necesidad de fundar un Colegio, para que la Colonia tenga una escuela católica que ofrezca esta opción educativa. A la muerte del Papa Pío XII, es elegido Papa el Cardenal Angelo Giuseppe Roncalli (1958), quien iniciará una gran reforma en la Iglesia.  Monseñor participó en el Concilio Vaticano II, allí tuvo la oportunidad de encontrarse varias veces con el Papa, quien lo escuchó y alentó en sus proyectos.

Nace entonces una buena amistad entre el Papa y Monseñor, quien un día le confía su deseo de fundar un colegio católico de la Colonia China, como instrumento de apostolado, educación e integración. El Papa le alienta en su decisión, bendice el proyecto y despide a Monseñor con una frase que es casi un testamento:

«Regresa al Perú; trabaja en el nombre de Dios y en el mío y todo será un suceso».

Acompañará estas palabras con el importe de 25,000 dólares que será el primer fondo para la construcción del colegio.

El gran proyecto

«Fortalecido por las palabras y las oraciones del Papa Juan XXIII, entre muchas dificultades, pasando por momentos de entusiasmo y otros de preocupación, pero siempre con la mente fija en hacer realidad mis ideales, pude iniciar casi desde cero la obra que ahora viene creciendo con la bendición del Señor» – Monseñor Ferruccio

Monseñor Ferruccio escribió el programa que se había planteado en su labor religiosa y social. Para ello él quería lograr lo siguiente:

  1. Que se produzca una sana integración de los niños y jóvenes de ascendencia china con los de ascendencia peruana a través de una sana coeducación.
  2. Que las familias orientales conservando sus grandes valores originales de fidelidad, laboriosidad y amor a las tradiciones morales de los ancestros los enriquezcan con la cultura y formación cristianas del Perú.
  3. Que se instaure la relación hogar-escuela, escuela-hogar, como base y cimiento de una verdadera educación.

Así, nació el Colegio Juan XXIII que abrió sus puertas en abril de 1962 con tan solo 63 alumnos en una casita alquilada que hoy alberga a casi 2000 alumnos formados bajo la excelencia académica y el espíritu cristiano.

No había los recursos suficientes para construir el Colegio, entonces, Monseñor Ferruccio solicita la generosidad de muchos: la Universidad Católica le cede el terreno, la gente de la Colonia China le brinda su colaboración, pero, sobre todo, los Católicos de Estados Unidos, Alemania, Italia y Franciscanos de Trento, año tras año se acordaban del obispo «chino» les enviaban ayuda y los recursos necesarios.

Monseñor Ferruccio fue siempre hombre de Iglesia y ante la muerte del Papa Juan XXIII, decidió exponer su obra al nuevo Papa; Pablo VI, quien tuvo para él palabras de aprecio y estímulo. La misma devoción y el mismo cariño tuvo también, en su relación con el Papa Juan Pablo II quien se sentía particularmente ligado a Monseñor por compartir ambos la experiencia de la persecución por causa de la fe.

La despedida

En 1983, Mons. Ferruccio decidió retirarse silenciosamente, pues su obra ya era grande, sólida y estaba en buenas manos: los Padres Franciscanos de Trento y los Padres de Familia, quienes siguen el ejemplo de Monseñor, trabajando con amor y fe en la Providencia, para los ideales que inspirara el nacimiento de esta Gran Obra. Monseñor quiso que nadie supiera cuando se iba porque «no habría soportado» el sufrimiento de la separación. Como humilde fraile, lo dejó todo y no pidió nada para sí: con el dinero de la venta de la casa en la que había vivido, se levantó la primera parte de un edificio que acogía todos los servicios educativos. Monseñor Ferruccio se retiró a la casa para los Hermanos ancianos y enfermos de los Franciscanos de Trento, de donde por unos años salía para colaborar en el trabajo pastoral que el arzobispo de Trento le solicitara. Pero, su salud decaía constantemente y fue retirándose siempre más en oración y silencio, ofreciendo al Señor toda su vida con preocupación y afecto hacia aquellas almas que le fueron encomendadas y las obras que, con la ayuda de la Providencia, él había realizado.

Rodeado por el cariño y la atención de los hermanos, los médicos y amigos, fue apagándose hasta que a las 14.45 del día 23 de junio descansaba en el Señor, después de haber recibido los Sacramentos. Ahora su cuerpo descansa en el pequeño cementerio de los frailes de Trento, compartiendo la paz y la oración de los justos, junto con tantos frailes que como él dieron su vida para el Evangelio.

«Nunca el cristiano está solo, siempre está unido al hermano. Podemos ser misioneros también quedándonos en nuestra patria, con la oración, con el buen ejemplo, con la ayuda. Si así llegamos a salvar un alma, seremos bienaventurados porque esa alma vale Cristo». (Mons. Orazio Ferruccio)